Leopoldo Creoglio (1944-2000)

El escritor y periodista en Cancún.

Debió ser hace siete años cuando —a poco de mudarse al Caribe— conocí a Leopoldo, sentado ante el solemne escritorio de la dirección del Por Esto! de Quintana Roo, diario que él creció y consolidó en el Estado. Ahí daba cabida a voces y plumas que no se habían expresado en otras publicaciones locales —por demás escasas en aquellos años— y detectaba inquietudes.  

Si bien había vivido un período largo en la ciudad de México, era un ser arraigado a la Península, que lo mismo se sentía en casa en Cancún, en Chetumal,  en Mérida o en su natal Progreso, sin dejar de reconocer a cada sitio sus peculiaridades, de abarcarlo y de observar gozoso las cosas sencillas de la vida. Como señala en el prólogo del libro más reciente de Elvira Aguilar, «en Chetumal llueve de una manera diferente a otras partes de México, tan abundante y sorpresivamente; de una a cinco de la tarde la avenida Héroes duerme una aburrida siesta que despierta con la presencia de viejos árabes sentados a las puertas de sus semivacías tiendas con resabios de pasada grandeza». 

Quería a Cancún y le dolían sus carencias, como relata en el primer número de la revista Gatopardo: «El viernes 20 de junio (de 1997) el café nos supo amargo con todo y las dos pastillas de sacarina que acostumbramos ponerle, cuando leímos en la sección de espectáculos de Novedades de Quintana Roo una entrevista al regidor de educación y cultura del municipio Benito Juárez —hoy convertido en flamante Secretario del Ayuntamiento— publicada bajo el título: Descartan construir teatro en Cancún«.  La prensa daba cuenta de que al regidor no le parecía «rentable» un Teatro de la Ciudad. Y bueno, tanto preocupó a Leopoldo el asunto, que decidió dedicar las 59 páginas de la revista a abordar el tema del teatro desde sus más variadas facetas: la historia del teatro, sus orígenes, sus cuestionamientos, su rentabilidad, el punto de vista social, etc. e invitó a escribir a medio mundo. La edición monográfica apuntaba a  la necesidad de iniciar a la mayor brevedad posible la construcción en Cancún del Teatro de la Ciudad y demás edificios necesarios para promover la creación y difusión de las ciencias y las artes.

Antes de iniciar la revista Gatopardo que fue, sin lugar a dudas, su creación consentida en la que depositó su corazón, su alma, su talento y su bolsillo, fue director de la revista Sacbé. Desde ahí, en el número 12 (agosto de 1996), empieza a escribir sobre la «aldea cultural» y publica el proyecto que presentó cuando el Ayuntamiento invitó a destacadas personalidades de Cancún a hacer propuestas para el Plan de Desarrollo 1996-99.

Luego dirigió la revista Arena Blanca, en cuyo número inicial (sept.–oct. 1996) Leopoldo insiste en el proyecto de «aldea cultural» y sugiere que se desarrolle en las S.M. 33 y 34 como alternativa a la propuesta del Patronato Centro Cultural, A.C. de construir, en el parque ecológico Kabah, un museo, un teatro, talleres de creación artística, una librería y un restaurante. Hay que recordar que por esos años cualquier propuesta ciudadana tenía que caber —a ojos del gobierno— en el parque Kabah. Leopoldo piensa que la forma de rescatar el Ombligo Verde para todos los cancunenses era asignarle de ya un uso que fuera más allá de parque porque el parque tiene el inconveniente de que un gobierno futuro puede hacer con él cualquier otro invento extraño, ajeno a los intereses de todos… (sabio él, no tardaría en llegar nuestra fenomenal alcaldesa).     

El proyecto de «aldea cultural», que ha ganado su espacio en la historia de Cancún —se logre o no hacer realidad—  ilustra el compromiso del periodista con el devenir de esta ciudad. La idea nació como un proyecto integral al que le fuimos dando forma junto con el Arq. César Tapia, hoy Presidente del Colegio de Arquitectos de Cancún. Lo primero que quedaba muy claro, desde el punto de vista urbanístico, es que las S.M. 33 y 34 inciden en un punto crucial y responden adecuadamente a lo que es un parque urbano. Por su ubicación y extensión, así como para preservarlo y dedicarlo al disfrute de todos los y las ciudadano(a)s, tanto locales como visitantes, planteamos la pertinencia de sembrar en el Ya´ax Tuch edificaciones de bajo impacto ecológico pero de altísimo impacto social que serían, en principio, la concha acústica que proponían los vecinos y un museo o galería de arte moderno.

Para respaldar esta idea, Leopoldo remitía al «paseo cultural» que existe en el Bosque de Chapultepec y que se fue formando paulatinamente, pero que para ello se previó la posibilidad y se reservó el suelo. El «paseo» —por llamarlo de alguna manera—  está a los lados de Reforma en el tramo del Bosque de Chapultepec y lo conforman el Museo del Castillo de Chapultepec, el Museo de Arte Moderno, el Museo Rufino Tamayo, el Museo de Antropología e Historia, el Auditorio Nacional, el Teatro de la Danza y el Teatro el Granero. Aquí se planteaba la misma idea pero guardando proporciones porque ¿qué tanto se puede y debe construir en ocho hectáreas si queremos salvar el último reducto de selva que nos queda —junto con el parque Kabah— en esta ciudad que nació de la selva? Poco, deben ser construcciones que parezcan flotar sobre la hierba.

En todo esto pensábamos. 

La idea de la «aldea cultural» ya rondaba en la cabeza de Leopoldo desde que estaba al frente del diario Por Esto! de Quintana Roo. En el Periódico dio cabida a notas y luego a reportajes sobre el Ombligo Verde. Publicó las opiniones de biólogos, arquitectos y ambientalistas, el primer estudio de la flora y fauna del predio que realizó el Colegio de Biólogos de Q.Roo por esos años y, recogiendo opiniones de los vecinos y de los especialistas, surgieron las primeras propuestas.  

Advierto, sin temor a equivocarme que, si él viviera en estos momentos, contribuiría a transformar el intento de despojo del Ombligo Verde en «polvorín»…¿o no es eso de lo que se nos acusa?  

Palmira.

Publicada recién y con escasa difusión bajo el sello de Ediciones Gatopardo, Leopoldo nos dejó una novela labrada con calma y minuciosidad.  En ella encuentro humor, mito, lenguaje y estructura.  Su ritmo es bueno. Tiende hacia un lenguaje llano en la dirección de la nueva novela española y sólo en momentos la escritura tiene la carga de adjetivos y epítetos característica del boom latinoamericano.  

Palmira consta de ocho relatos que, en sí mismos, son completos y que pueden ser leídos, como la novela maestra del gran cronopio, en orden o en desorden. Varios de los personajes, en especial el Turco, la abuela Rafaela y Primitivo,  tienden a aparecer y reaparecer en  los relatos, permitiendo hilvanar la novela en torno al sitio. Palmira es un Macondo de la Península de Yucatán. Un poblado de pescadores de mil habitantes que remite a Holbox, a Puerto Morelos de hace tres décadas, al puerto de Progreso cuando era muy pequeño, sin agua potable, sin infraestructura, donde casi no pasa nada a excepción de una furtiva visita del gobernador para inaugurar la estación del ferrocarril y el muelle, evento importante para las fuerzas vivas, como don Primitivo, el  Presidente Municipal, que con la misma lealtad había servido a la dictadura que a los gobiernos emanados de la Revolución.

El subtítulo, “Jardín líquido de estrellas” alude al mar, que es de donde varios personajes surgen y a donde algunos desaparecen, además de ser la fuente de sustento de la población.

Que el autor de Palmira era un apasionado de los libros y de las artes es evidente. Lo digo no sólo porque lo conocí y porque las páginas del texto están salpicadas con Herodoto y Homero, Platón, Mozart, Serrat, Ermilo Abreu, sino porque en la construcción misma de la obra él utiliza recursos que nos remiten a muy diversos escritores, tan opuestos entre sí como Asturias y Borges, como García Márquez y Manuel Vicent. 

El narrador edifica una vida familiar, como dice en la introducción “menos aburrida que la suya” y así da forma a un sitio, Palmira, que se antoja  como una gran familia porque toda la comunidad del puerto resulta emparentada. 

A la novela se suma una introducción en la que el narrador se presenta. Es Fabricio Corbera. Vive y trabaja en ciudad de México y por las noches, a lo largo de años, escribe los relatos de su lugar de origen. Ya cuando navegamos en la escritura del libro descubrimos que el narrador omniscente es Fabricio pero también es Aquiles. En los momentos de los reconocimientos, del disfrute de la vida, de la buena música y el vino blanco, de las conquistas, así como de la labor del escritor que escribe Palmira, es Fabricio. Cuando la vida no le sonríe, cuando se siente enfermo y triste, cuando lo persiguen por su trabajo de “rojillo”, que es la labor del periodista con conciencia social que logra incidir en el curso de los eventos a través de sus reportajes, entonces es Aquiles. De cierta manera, Fabricio Corbera y Aquiles corresponden a Oliveira y Traveler de Rayuela.

En el primer relato aparece la abuela, que es un personaje central. Maestra de escuela con ideas floresmagonistas y con un corazón enorme, donde todos los nietos caben a sus anchas. 

En el segundo relato surge el Turco, un comerciante árabe experto en generar la demanda de bienes que empieza vendiendo telas y termina por ser el proveedor de casi cualquier cosa, incluida la atención médica y todo lo que se requiere para velar a un difunto.

En el tercer relato aparece Don Primitivo, el Presidente Municipal que nos remite a la legendaria figura de  “Los agachados” de Rius —¿quién no conoce a Don Perpetuo?—  o directo a la más reciente cinta La ley de Herodes.  

Y así sucesivamente surgen y resurgen los personajes que permiten tejer los relatos a través de los cuales conocemos las costumbres del puerto, la vida cotidiana y las fiestas, los mitos, las creencias, qué se come e incluso, las recetas de los platillos que acompañan a las celebraciones.

Hay un relato, publicado hace un año en el No. 8 de la revista TROPO a la uña que yo pensé, en su momento, pasaría a integrarse a la novela. Yo conocí el manuscrito inconcluso de Palmira hace años, de manera que al leer “El regreso de Fabricio” pensé que con este relato culminaría el libro. Pero resulta que Creoglio le escribió otro remate a manera de epílogo, un final que se liga con el suyo propio como también lo hacía el otro texto que había surgido de su circunstancia, con dolor y con algo de esperanza. El texto de TROPO era un presagio de lo que fatalmente ocurrió este 10 de febrero de 2000. Leopoldo se afianzó a la vida que se le escapaba por los poros de manera que terminó de escribir y preparar la obra para la imprenta y, de esta forma, se despidió.

Se fue con la dicha de haber concluido Palmira. Es momento de dar vida a estos relatos que, desprendidos del escritor que los ha abandonado en el libro, esperan inermes. La lectura es como el cine: una aventura para la obra, que adquiere la vida que se le da.