El precio del arte
Pues bien, estamos ante el perturbable hecho de que mi vieja amiga1 (no por la edad, claro está) culminó su doctorado en economía encontrando que en su tierra, Cataluña, la inversión en arte ha sido por demás redituable. Ello sorprende un poco, ante la opinión generalizada de que el arte es una inversión a largo plazo. Pero a decir verdad, no es su conclusión lo que perturba sino el que ella, al publicar el primer estudio2 que se realiza en este campo en España, se atreva a tocar territorios considerados tabú por los galeristas, los artistas, los economistas, los críticos y grandes conocedores de arte.
Curiosamente también en España, el laureado valenciano Manuel Vicent escribe una deliciosa novela3 inspirada en el boom de la pintura (años 1989-1990) y en su declive, que coincide con la llamada Guerra del Golfo. Urde una fascinante trama regida por el poder de la belleza, donde son los marchantes internacionales quienes determinan los precios.
Salvo por casos aislados como los que menciono —la tesis de Helena Ramos y la novela de Manuel Vicent— el mercado del arte es un terreno poco explorado. Cuando los artistas llegan a discurrir sobre ello, describen desde su sensibilidad profunda las dificultades para vender obra pero no analizan el fenómeno. Los galeristas no gustan elaborar sobre el precio del arte (y menos, se entiende, sobre las ganancias que derivan de su venta), y prefieren hacer hincapié en su labor encomiable de promoción de los creadores. Y los grandes ensayistas le huyen al tema como si fuera una mácula que estropeara la pureza del arte. Octavio Paz sí dice algo —en Los privilegios de la vista— refiriéndose a la seducción del mercado mundial, que da dinero y fama, pero seca el alma. Sin embargo, con todo y que un ensayo suyo se intitula promisoriamente “El precio y su significación”4, apenas lo explora. Lo condena para pronto evadirlo porque, en el fondo, subsiste la sensación de que el fenómeno del mercado del arte con sus reglas propias no es sino una especie de maldición que empaña o niega al arte, y aniquila al artista (como si antes Goya se la hubiera pasado de maravilla pintando a reyes y condes por encargo, o la Iglesia en el Renacimiento hubiera sido patrón fácil). En fin. Sólo queda entonces buscar el tema entre los economistas pero encontramos que le sacan la vuelta al asunto. Al ser un fenómeno de índole económica, una esperaría que figurara en los textos de la carrera, al menos como caso sui generis. Pero no es así. ¿Les infunde respeto? Sospecho que influye que lo consideren impredecible, e inseguro incluso. De manera que nadie se ocupa de cómo se forma el precio de la obra de arte, que evidentemente sigue leyes distintas a la formación del precio de cualquier otra mercancía.
¡Que no se me ofendan los artistas cuando hablo del arte como mercancía! Será mejor que —para prevenir pérdida de amistades— precise cuanto antes que, una vez que la creación artística se lanza al mercado capitalista, ésta se transforma en un objeto de uso y de especulación. En términos estrictamente económicos, es una mercancía, con su naturaleza dual: un valor de uso y un valor de cambio. Bien. Pero queda claro que no se trata de una mercancía cualquiera desde punto de vista alguno —ni aún desde el frío ojo economista—, y que lo que aquí me ocupa es el problema del precio —que no el aprecio— de la obra. Cuando menos, planteo la interrogante e intento contagiar a otros mi curiosidad por dilucidarla.
La adquisición de un cuadro puede responder a un pequeño capricho, impulsado por un refinado buen gusto, o ser la expresión de la más sofisticada vanidad. Entre estos extremos, existe un abanico de sensibilidades y de intereses. En todo caso, es una inversión, aunque no se pretendiese vender la obra más adelante. Y, si se le mira bien, la inversión es segura en tanto que la obra escogida sea de calidad porque, a fin de cuentas, lo que habla del artista es su trabajo. A la calidad hay que sumar otras variables si queremos entender por qué obras de naturaleza similar pueden alcanzar cotizaciones tan disímiles. Por eso es tan interesante la formación del precio de una obra de arte.
Para saber el costo de una mercancía cualquiera, se mide el tiempo de trabajo socialmente necesario para su producción. Esta es una noción abstracta pero bueno, así son las categorías económicas. Entre más enredado el acertijo, mayor abstracción se requiere. Entonces, desde el punto de vista de la teoría del valor a la que yo me suscribo (porque teorías del valor hay varias), el valor de un bien manufacturado se mide por el tiempo de trabajo incorporado en él. Sobre este costo, la oferta y la demanda decidirán las variaciones que marcarán su precio. En el caso de la obra de arte, es claro que escapa a esta determinación por razones varias. La primera es que la (el) artista crea piezas únicas. Además, suele ser el dueño o dueña de sus medios de producción, sólo a veces actúa como capitalista contratando a otros artistas para que le echen la mano y es el/la artista quien establece el costo de su pieza. Pero el precio que alcanza la obra al convertirse en mercancía puede alejarse de manera estratosférica de este costo, o incluso, inclinarse hacia abajo.
Yo, siguiendo con mi teoría muy personal, sostengo que la componente principal del precio a partir del costo que marca el artista —o sea, de su valor inicial— es la publicidad, entendida ésta como la presencia en las buenas galerías, en los catálogos, en las muestras, en las pujas, y muy especialmente en las de Casas de Subastas afamadas. Por supuesto, también en los catálogos de Misrachi, Louis Morton y otras galerías mexicanas connotadas. El producir o figurar en catálogos es medular. Aunque en menor grado, también cuentan las entrevistas, la presencia en los medios. Pero el arte no se define por estar en boca de todos en nuestro pueblo. Esta sería una señal algo engañosa, a menos de que se tratara de bocas en otros países, en la Ciudad de México, en Monterrey, en Oaxaca. Entonces sí.
Si usted quiere irse a lo seguro al adquirir un cuadro, le apuesta a un nombre consagrado.
Para consultar precios de obra de artistas latinoamericanos consagrados, existe el tumbaburros oficial5 que todos podemos consultar y que constituye la principal herramienta de los valuadores: el libro actualizado de las subastas de Christie´s y Sotheby´s de los últimos veinte años. Acude entonces a una galería connotada, donde adquiere la obra en óptimo estado y le certifican además que no es falsa (porque las copias abundan). Podría darse el remoto y desafortunado caso en que falso pasara por verdadero (como ocurre en la recomendada trama que urde el escritor Manuel Vicent).
No deja de ser atractivo tomar una senda distinta a la segura, que es la de apostarle a los valores jóvenes que no están presentes en las subastas de las grandes galerías nacionales y en las subastas internacionales. Los valores nuevos se reconocen por su calidad, solamente su trabajo habla por ellos y, cuando la calidad es evidente, es bien posible que en un futuro sus obras alcancen cotizaciones altas. ¿Quién quita que una Rocío Alzaga se subaste en un futuro con Rafael Matos y el precio de martillo responda a su calidad intrínseca? Quienes descubrieron hace cincuenta años a Carlos Mérida, a Rufino Tamayo, o hace treinta años a Francisco Toledo, ¿querrán renunciar a sus cuadros colgados en casa por el altísimo precio que hoy alcanzan? Estarán en una tremenda disyuntiva porque disfrutar un cuadro de calidad en casa es un placer al que difícilmente se renuncia. Pero si hace falta, ¿qué hacer? Se vende. Bien, menos bien, depende.
El mercado del arte es caprichoso. Si bien impredecible, es bastante seguro, mientras la obra de arte no sea falsa, y su precio no se haya elevado artificialmente mediante arreglos raros entre los marchantes internacionales que buscan colocar obra entre sus clientes coleccionistas. A quienes prefieren invertir en la Bolsa y llevarse sustos derivados de fraudes contables, puede resultarles sorpresiva la tesis apenas mencionada al inicio —que constituye el único análisis concreto de que tengo noticia— sobre el mercado del arte. Centrado el estudio en la evolución de los precios de las obras de 19 artistas contemporáneos, su autora ha concluido que, para el periodo de 1986 a 1994, la inversión en pintura en Cataluña pudo compararse y tener una rentabilidad similar a la inversión inmobiliaria. Y resultó ser más rentable incluso que la inversión en Deuda Pública o en Bolsa.
De los artistas contemporáneos vivos cuya obra fue objeto de la tesis, siete trabajan con una galería barcelonesa de marcada tendencia abstracta, diez con otra galería de tendencia figurativa, y dos de ellos no estaban relacionados al momento de su investigación con ninguna galería. Salvo dos, los artistas escudriñados —justo los que trabajan con galerías— subieron su cotización en los años que corresponden al auge del mercado internacional. En 1991, la llamada Guerra del Golfo coincidió con la recesión, lo que dio comienzo a una crisis que aún se sigue arrastrando en el mercado del arte que, como otros sectores de bienes de lujo, es muy sensible a los fenómenos externos. Como es lógico, está muy ligado a la situación general de la economía. Por eso, en 1991 se detiene en forma brusca la evolución ascendente en los precios de las obras que, con pequeñas oscilaciones, se han mantenido a la fecha.
Si usted pide su opinión a un conocedor, lo más probable será que le diga que la inversión en arte nunca es predecible ni segura, incluso pudiendo evaluar variables como el tipo de pintura, la edad, e incluso la notoriedad de los artistas como factores con un peso concreto en el precio. Un buen pintor puede tener una trayectoria comercial que no le lleve a un crecimiento importante de precios. Si, mientras viva, digo. ¿Después? Basta conocer la historia de Van Gogh y enterarse que en vida vendió un cuadro, un solo cuadro (porque no tuvo la suerte de ser contemporáneo de una Peggy Guggenheim, o de ver el surgimiento del Museo de Arte Moderno de Nueva York que se inauguró —en 1929— con una exposición que, al incluir sus obras, las legitimaba). Quiero decir, aunque resulte tan fácil apreciarlo hoy que, quien hubiera descubierto a Van Gogh en su momento, sin duda habría disfrutado de la calidad plástica de su obra (de paso, le hubiera dado felicidad al hombre) y logrado una inversión nada despreciable, que en su época no se estilaba.
Pero, a la luz de los tiempos actuales, ¿qué tal voltear la mirada, escudriñar la obra de jóvenes valores y hacer una triple inversión6?
Notas:
1) Helena Ramos, profesora de Economía Política en la Universidad de Barcelona. También es galerista y amante del arte. Fuimos compañeras y entablamos una gran amistad durante nuestros estudios de maestría en la New School for Social Research en Nueva York.
2) Me entero del estudio por una nota aparecida en el periódico “El País” del 10 de marzo de 1997. No he tenido en mis manos la tesis doctoral.
3) Vicent, Manuel, La novia de Matisse, Alfaguara (2000), México 2001, 259 pp.
4) Paz, Octavio, Los privilegios de la vista II, Arte de México, obras completas, edición del autor, FCE, México 1993.
5) El arte a precio de martillo, de 1977 a junio de 1997, editorial Lomas, México, 452 pp (edición corregida y aumentada que incluye las subastas de las Galerías Louis Morton y Rafael Matos, y de la Difusora Mexicana de Arte, México, D.F.).
6) ¿Triple inversión? Eso digo. Me refiero, primero, al disfrute estético que nos brinda la obra en casa, en la oficina, en el hotel; amén de que puede resultar redituable en términos financieros, y ser atractiva en términos fiscales.