Instrucciones para subir por una escalera

Si el título le es extraño, quiero decirle que forma parte de un “Manual de instrucciones” que escribió Julio Cortázar después de casarse (por tercera vez), en una época en que la pareja se fue a pasar unas semanas a Italia y, como bien puede ocurrir cuando se visitan los museos italianos, les tocó subir con fatiga una enorme escalera. Así que, relata el escritor, la culpa de esos textos la tiene su mujer por opinar que: “Lo que pasa es que ésta es una escalera para bajar”, frase que encantó al escritor.

Ya de regreso en París escribió el Manual y a poco, a fuerza de andar en el metro, en las calles, en los cafés observando a la gente, nacieron en su imaginación unos personajes que hoy son sumamente  famosos, los cronopios, mismos que —ignoro si alguien los ha definido pero— se encargaron de poner patas arriba el mundo, o dicho con más precisión, de mostrar que el mundo está de cabeza. 

Todo ello viene a colación a raíz de que el 2004 ha sido declarado “año de Cortázar” en virtud de que se cumplen 90 años del nacimiento —y veinte del deceso— de este grandioso cronopio de la literatura latinoamericana. Si bien nació en Bruselas —“mi nacimiento fue un producto del turismo y la diplomacia”, diría él—  vivió buena parte de su vida en París, obtuvo la nacionalidad francesa, es considerado (muy) argentino,  pero lo que a él toca, se sentía latinoamericano. Emprender su lectura en estos momentos de homenaje es mi sugerencia. 

Si no conoce el “Manual”, ni las “Ocupaciones raras”, se ha perdido de algo bueno. Se trata de una entrañable antología de textos donde lo central es el juego por el juego mismo. Estos 74 relatos están divididos en cuatro capítulos publicados bajo el título Historias de  famas y cronopios (1962) que apareció un año antes de la obra maestra de Cortázar, la (anti)novela Rayuela.  En Historias, el escritor apostó por el humor y el juego cuando en América Latina casi nadie se atrevía a hacerlo, era pues jugar por jugar en la literatura. De ahí que, al momento de la aparición de las Historias en Argentina, la crítica no estuviera lista para tanto; se escandalizó e incluso lamentó que un escritor tan importantepublicara algo “poco serio”. 

El hecho es que los cronopios, las famas y las esperanzas, aportan con sus historias una  buena cura a esa estúpida noción de importancia. Eso es sano, como lo es también que hay múltiples reimpresiones de las Historias en varios idiomas (con decirle que la edición que hoy poseo es en italiano).  Constituyen también un preámbulo para la aparición de Rayuela. ¿Por qué?

Porque esas situaciones cómicas que conocemos en Historias son siempre extremas. Y, en la novela —aclamada con justeza por la crítica universal—, ¿qué ocurre?  Constantemente  nos encontramos con situaciones extremas, que nos atrapan, que sacan a los lectores y lectoras de nosotros mismos. También hay, en Rayuela sobre todo, ese sentimiento continuo de estar en un mundo que no es lo que debería ser, y una búsqueda de lo auténtico en la vida y en la literatura. Todo ello con una buena dosis de humor, de juego, de optimismo. Por eso ambos libros gustaron tantísimo a los jóvenes (que éramos) de mi generación (en 1968). Tan grande era la identificación que sentíamos, que al escritor le llovieron cartas de lectores jóvenes entre quienes no faltaba quien dijera que la lectura de Rayuela los había salvado del suicidio. 

Eso sorprendió al escritor, quien creía que la (anti)novela sería mejor acogida entre los lectores de su generación. Pero nosotros la leíamos a nuestra manera, quizás dejando pasar ingredientes que no entendíamos por ser producto de su erudición (y hoy agregaría yo que de su formación). No le encontramos un reparo. A la luz de hoy, diría que veo a los personajes femeninos de Cortázar instalados más bien en el ámbito de la contemplación pero entonces me digo, así era el mundo —en  especial el latinoamericano— hace cuarenta años, cuando el machismo permeaba incluso la letra de los Beatles en el moderno Liverpool.

Lo demás le toca descubrirlo a usted. Le auxiliará en esta aventura una “tabla de instrucciones” que agregó el autor con la intención de proponer algo más que una narración. A nivel más aparente, encontrará que la primera parte de Rayuela se desarrolla en París, que la segunda es en Buenos Aires, y que la tercera parte (los “Capítulos prescindibles”) reúne un collage de citas, recortes de periódico, y premoniciones que van de lo académico a lo pop. Se puede hacer una primera lectura convencional, de corrido, pero atender luego las instrucciones para seguir diferentes rutas nos abre la puerta al infinito de las combinaciones de lo escrito.

Ya sólo digo que el escritor se adelanta a todos sus contemporáneos latinoamericanos en lo intrépido, innovador, y con Rayuela les quitó las sillas a los solemnes académicos que alguna vez —o sea, un año antes— lo consideraron “poco serio”. Pero vamos, si alguna objeción se le puede hacer a la (anti)novela sería —en todo caso— su erudición exagerada. Es que el maestro, traductor, apasionado del jazz y escritor era una persona culta y de memoria privilegiada. El resultado es que Rayuela es tan genial que —y aquí parafraseo a los entendidos— no sería una exageración considerarla nuestro Ulysses,  y a Cortázar, nuestro Joyce.

Pero, dígame usted si el mundo no va por mal camino. Los horrendos manuales de “superación personal” son lo de hoy. Se multiplican cual plaga, invaden los estantes de libros de los hipercentros de consumo, se permean incluso a las librerías verdaderas. Están por todas partes porque el mundo los lee. No me puedo resistir a sugerir que —si lo que se busca es escalar peldaños— resulta tanto más efectivo seguir las instrucciones del Cronopio Mayor,  para culminar con la lectura infinita de Rayuela.


Notas al margen:

Si usted no es particularmente afecto a leer novela —o la quiere dejar para después— o prefiere leer cuentos, hay abundantes tomos de cuentos deliciosos de la autoría del Cronopio Mayor, entre ellos, Bestiario (1951), Final del juego (1956),  Las armas secretas (1959), Todos los fuegos el fuego (1966), El perseguidor (1967), Queremos tanto a Glenda (1980).

En caso de ser ya un (o una, claro) fan de Julio Cortázar, le recomiendo la edición crítica de Rayuela, editada bajo el sello de la colección Archivos, coordinada por Julio Ortega y Saúl Yurkievich bajo los auspicios de UNESCO (1991), México 1992.