Ventana a la frágil soberanía

¿Quién se acuerda, en estos días, de la Organización Mundial del Comercio, tan sonada en nuestro país hace pocos años? Para refrescar un poco la memoria les diré a mis amables lectoras y lectores que, para el tristemente célebre Carlos Salinas, la Presidencia de la República era, amén de motivo de usufructo, un trampolín para acceder a la dirección general de esa Organización. Y también que, aunque aquí si ya es mera conjetura, en un inusitado acto acrobático, el célebre querría regresar al mismo trampolín en el año 2000.   Pero el acto acrobático se vio frustrado, en primera instancia, por el levantamiento en Chiapas, que propició que la situación real de nuestra economía se empezara a ver cual era y no como la pintaban. 

  Ya con la mente fresca vamos al grano: en nuestro país, casi nadie se interesa por cuestiones de política económica porque tienen un halo de “dificultad”. Así que pocas personas saben que desde mayo de 1995 está negociándose en París, en el seno de la OCDE, que es el club de los países ricos y al cual México se ha colado, el Acuerdo Multilateral sobre Inversiones (AMI, en breve). La firma del Tratado estaba prevista para este mes de abril. Y el director general de la OMC, Renato Ruggiero, declara con toda soberbia que “estamos redactando la Constitución de una economía mundial unificada”. O sea, que las cosas que hoy suceden en la OMC y la OCDE dan la impresión de que el alma de Salinas está en París y no en Irlanda, como todos suponemos.

  Imaginen un tratado de comercio que autoriza a las empresas multinacionales y a los inversionistas a demandar directamente a los gobiernos para obtener indemnizaciones por daños y perjuicios por casi cualquier política o acción pública que tenga como efecto disminuirles sus ganancias. ¿Qué? Esto no es la intriga de una novela de ciencia  ficción sobre el futuro totalitario del capitalismo, no: es una de las cláusulas del Tratado que está por firmarse. Los legisladores y los ciudadanos han sido mantenidos al margen pues las negociaciones se efectúan, prácticamente, a puerta cerrada. .

Como la mayoría de los tratados internacionales, éste establece una serie de derechos y obligaciones pero, a diferencia de otros acuerdos, en él los derechos están reservados para las empresas mientras que todas las obligaciones son para los gobiernos. Pero además, este Tratado tiene otra innovación: una vez que los Estados entran en el Acuerdo, quedan comprometidos por 20 años. Al firmar, aceptan la prohibición de manifestar su deseo de salir del Tratado antes de cinco años, tras los cuales quedan obligados durante 15 años adicionales.

Son muchos los ciudadanos a quienes no les gusta enterarse, ya sea de cosas inquietantes o “muy técnicas”. A eso le apuestan los diseñadores de tratados de esta índole. Si México firmara el AMI, las multinacionales podrían reclamar indemnización ante protestas civiles, levantamientos sociales, disposiciones en materia de ecología, normas de protección al consumidor, legislación laboral, cualquier cosa en tanto amenaza potencial a sus utilidades.  Una verdadera lindeza. El panorama entonces es que mientras los gobiernos están llevando a cabo recortes bestiales en sus programas sociales, se les pide aprobar un programa mundial de ayuda a las empresas multinacionales.

Lo esencial del Acuerdo está en la forma en que se relacionan los Estados y los inversionistas extranjeros. Conforme al espíritu que condujo a la creación de la OMC, el AMI consagra la liberalización de las inversiones mundiales, cualquiera que sea su tipo (acciones, bonos…) o sector (inmobiliario, financiero, cultural…). El chiste del libre comercio moderno no reside  en los flujos de mercancías sino de capitales. La internacionalización de las mercancías es sólo lo aparente de algo mucho más profundo y más relevante. Entonces resulta que, conforme al texto del Acuerdo, el Estado anfitrión no podrá imponer prácticamente nada al inversionista extranjero, mientras el mismo texto no dedica ni una palabra a cuestiones  como los “precios de transferencia” que permiten a las multinacionales, que juegan entre sus distintas filiales diseminadas por todo el mundo, escapar en buena medida al pago de impuestos. 

Recordemos que para firmar el TLC, que es un tratado de intercambio desigual, y preámbulo de este nuevo Acuerdo, México tuvo que suprimir las disposiciones de la Constitución relativas a la reforma agraria que fueran instituidas después de la revolución. Esto fue así para que los inversionistas norteamericanos y canadienses pudieran comprar la tierra reservada a los nacionales. En el nuevo Acuerdo hay un capítulo clave que se titula “Derechos de los inversionistas” donde se les concede el derecho absoluto a comprar terrenos, recursos naturales, servicios de telecomunicaciones u otros, en corto, a invertir sin ninguna restricción y con el “pleno goce” de esas inversiones. Si un gobierno privatiza, por así decirlo, el agua o los aeropuertos, las franjas costeras y los cenotes, las telecomunicaciones, la petroquímica o el petróleo mismo, deberá ofrecer a los postulantes del mundo entero las mismas condiciones de acceso que a un inversionista nacional.

Con esto, que lamentablemente no es ficción, sino detalles de un acuerdo que se pretende sea firmado por el mundo neoliberal, desarrollado y subdesarrollado, espero haber inquietado, sí, a mis lectoras y lectores.


*Este texto apareció publicado en el No. 2 de la revista TROPO a la uña (la revista de la Casa del Escritor en Cancún) en septiembre de 1998.