Juan O’Gorman: el tío tlacuache

Aunque la Biblioteca, junto con la casa-estudio de Diego y Frida, es lo más conocido del pintor-arquitecto a nivel mundial, es imposible olvidar la casa de sus sueños en la Av. San Jerónimo, la casa fantástica que Juan construyó a principios de los años cincuenta, aprovechando una gran cueva existente en el paisaje agreste del Pedregal de San Ángel.

Tarde de lluvia —amo la lluvia— y de domingo. Estas horas de mi infancia son de recuerdos entrañables pues ya fuera en casa o con los O’Gorman, no podían fallar las maratónicas partidas de ajedrez entre Juan y su mejor amigo y compadre, el arquitecto Max Cetto.

Los compadres, jugando ajedrez.

Por supuesto que estábamos atentas a sus conversaciones y chistes pero era más bien al concluir una partida y que se nos convocaba a cenar, cuando también las tres hermanas quedábamos incorporadas a la tertulia. Entre Quiches, postres y sobremesas fue que nosotras aprendimos, sin darnos cuenta, historia de México. No en la escuela. Aunque sabido es que el historiador era Edmundo, su hermano, Juan se nutría de los concienzudos estudios que emprendía sobre cada personaje que plasmaba en sus murales y poseía una visión que contrastaba ideológicamente con la de Edmundo. Además era muy divertido.

En los tiempos en que pintaba en el Castillo de Chapultepec el Retablo de la Independencia, aparecía por casa con su overol gris, tras una jornada completa subido en los andamios. Entonces tenía por costumbre pararse de cabeza —para irrigarla, decía— y permanecía en esa difícil posición durante varios minutos, al cabo de los cuales me invitaba a sentarnos en posición de flor de loto. Quién diría que fue mi maestro de yoga.

Era impresionante lo que sabía de arte renacentista, antes de pisar Europa.  Como por aquel entonces no existían los espacios virtuales, está claro que todo lo había visto en libros, en fotografías. Con qué pasión te describía los frescos de Piero della Francesca, del Giotto, y la ubicación y pormenores de cada cuadro en los Uffizi, uno de los museos más extraordinarios del mundo. De manera que un buen día lo llamaron de una agencia de viajes para conducir un recorrido artístico por Italia y España. Aunque, como digo, él para esos momentos no había visitado Europa, se fue de guía a disfrutar aquello que estaba presente  en sus propias creaciones, como la obra de Gaudí en Barcelona, y los murales italianos al fresco.

Al pensar en su formación, me llama la atención la trascendencia que tiene el ámbito familiar en la educación y en lo que después ocurre con la vida de las personas. En este caso, Juan, y su hermano Edmundo, muestran una clara influencia de su padre Cecil, un irlandés ingeniero de minas y pintor.  Ahora sí que para cumplir con los deseos paternos, Edmundo estudió abogacía en la Escuela Libre de Derecho, profesión que ejerció durante algunos meses para después doctorarse en historia y filosofía, y apasionarse por la arquitectura. Juan estudió arquitectura, carrera que ejerció de manera fructífera durante bastante tiempo para después dejarla por la pintura.

Una prueba evidente de la importancia que tuvo el ambiente familiar, es la época que pasó de niño en Guanajuato, donde vivió durante tres años mientras su padre trabajó como técnico en la mina El Profeta. Alguna vez Juan afirmó que consideraba estos años como un episodio crucial en la formación de su sensibilidad artística. Tiempo después, cuando proyecta sus murales policromos para la Biblioteca Central de Ciudad Universitaria, se asesoraría con un amigo de su padre, también ingeniero en minas, para integrar una paleta de 150 mosaicos de diferentes colores, mismos que Juan localizó viajando por toda la República (hasta en mula), especialmente por Guerrero, Zacatecas y Guanajuato. En la Biblioteca, el pintor y muralista lleva al plano arquitectónico la pintura, mostrando así su dominio del espacio. Al cubrir los cuatro muros ciegos del edificio con mosaicos policromos, plasma la historia mexicana —de antes y después de la conquista— misma que, como ya dije, le emocionaba y conocía a profundidad.

Aunque la Biblioteca, junto con la casa-estudio de Diego y Frida, es lo más conocido del pintor-arquitecto a nivel mundial, es imposible olvidar la casa de sus sueños en la avenida San Jerónimo, la casa fantástica que Juan construyó a principios de los años cincuenta, aprovechando una gran cueva existente en el paisaje agreste del Pedregal de San Ángel, para vivirla junto con su esposa y su única hija. De ahí que se autonombrara tío tlacuache.

Vista de la fachada principal de la casa de Juan.
Detalle del acceso a la casa.
Detalle del plafón de la sala.
Detalle de las balaustradas.
Croquis de la casa.
Mi tío tlacuache en la sala de su casa.

Esta obra de arte, que debió ser patrimonio de la humanidad, lamentablemente no se protegió y fue despiadadamente destruida cuando mi padrino la vendió para volver a su casa de la calle Jardín. Helen1, según recuerdo, empezaba a padecer por la humedad de la cueva, pero también a ella debió doler la retirada pues se había ocupado de desarrollar con talento, conocimiento y trabajo el jardín que era marco singular para la casa fantástica.

Mi tío tlacuache, por su parte, nunca se pudo reponer de la tristeza profunda que le causara la destrucción de la casa de San Jerónimo, con todo y sus seis murales hechos de piedras de colores y vidrio azul. Es que no imaginó que la compradora —por aquel entonces, triste ironía, directora de un Museo de Ciencias y Artes— no quisiera conservarla en su estado original, ya que para él fue esta morada la obra arquitectónica más importante de su vida.

El año pasado visité, en compañía de Gail Ellis, nieta de Helen, y de nuestros respectivos maridos, aquello que de la casa queda. Su antigua dueña la acabó vendiendo. En el No. 162 de la Av. San Jerónimo se encuentra hoy la academia de música Fermatta. Gentilmente, nos permitieron recorrer cada esquina de sus instalaciones. Nuestras vivas memorias nos sirvieron para recordar lo que alguna vez existió en este espacio del Pedregal, e imaginarlo para revivirlo. Encontramos escasas reminiscencias de los mosaicos: el detalle que enmarca el portón de acceso, pequeños fragmentos en dos plafones, y un mosaico en el piso del patio donde se distingue todavía la leyenda “a la memoria de Ferdinand Cheval olvidado dedico”.

«A la memoria de Ferdinand Cheval olvidado dedico«
Academia de música Fermatta. Av. San Jerónimo 162.

Como es evidente, ya no hay más opción que recurrir a archivos2 que guardan información sobre la casa que era poesía en piedra. Y a los libros3. Los hay estupendos4 donde también se puede conocer y admirar su pintura de caballete: retratos y paisajes fantásticos, que forman parte de colecciones privadas. En el aeropuerto internacional de la Ciudad de México se conserva un mural al fresco —de los tres— que dedicó a la historia de la aviación. Los otros dos fueron destruidos hace muchísimo tiempo.  

En el Castillo de Chapultepec  se encuentran otras dos enormes paredes pintadas al fresco, a las que dedicó una inmensidad de jornadas de trabajo, subido en el andamio y ataviado con su overol gris, para explicar al pueblo de México la lucha de independencia y la revolución.  El Retablo de la Independencia —que a juicio de Juan es su mejor mural— rehace la memoria histórica mediante 53 retratos de los personajes principales que intervinieron en este acto tan trascendente para nuestro país. De fondo, el variado paisaje nacional, desde las sierras más altas hasta las playas de Acapulco.

En ambas obras del Castillo pone de manifiesto el espíritu del muralismo de transmitir la historia a través del arte. Decía mi tío tlacuache que el día en que sus murales se volvieran cromos en hojas de calendarios, y se vendieran en San Juan de Letrán, se sentiría feliz porque eso significaría que le llegan a la gente.

Pero de Juan importan, no sólo su legado artístico y cultural, sino también su calidad humana así como su humor ácido, su calidez y simpatía. Un chascarrillo, una caricia, o su clásico “chatita linda, ¿cómo estás?” eran suficientes para sentirte bien por el resto del día.

Con el tío tlacuache, mi padrino, pintando en la terraza de su casa.

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Notas:

  1. Helen Fowler, esposa de Juan, quien además de ser primero escultora y después una excelente dibujante, tenía una sensibilidad especial por las plantas. En 1963, la UNAM publicó su libro Plantas y Flores de México, desafortunadamente agotado desde hace muchos años.
  2. Vgr. Esther McCoy Papers, Archives of American Art, Smithsonian Institution.
  3. Vgr. Cetto, Max L., Modern Architecture in Mexico/Arquitectura Moderna en México (1961). Ed. facsimilar (2011), Museo de Arte Moderno, México, pp. 212-213.
  4. Rodriguez Prampolini, Ida, Víctor Jiménez, et al, O’Gorman, Grupo Financiero Bital, México, 1999. Y Rodríguez Prampolini, Ida,  Juan O’Gorman: arquitecto y pintor. Instituto de  Investigaciones Estéticas, UNAM, México. 1983.

Varias de las imágenes presentadas aquí son de la autoría del connotado fotógrafo Juan Guzmán (Hans Gutmann).

Agradezco al programa REConstrucción, que se transmite por radioarquitectura.com, el haberme compartido su recopilación de imágenes de la casa de Av. San Jerónimo.